viernes, 7 de noviembre de 2008
... o no ser.
Ella no era ella. Impostaba, y no me di cuenta hasta que fue demasiado tarde, y sólo nos restaba odiarnos.
Quizá el fallo fue mío. Quizás no tendría que haberle dicho tantas veces que lo que me enamoró de ella fue su sonrisa, sus colores y la alegría que trajo a mi vida. Quizá tendría que haberle dicho en más ocasiones que su tristeza, sus depresiones, su impulsividad y su atrevimiento serían bien recibidos igualmente, como parte de ella, de su ser completo.
( Pienso que estaba asustada. Y con el miedo sólo puedes hacer dos cosas: o lo muestras o lo transformas en algo de su mismo palo (al menos de puertas afuera). Depresión, ira, agresividad, sus hermanas mayores ocupan gustosas su lugar mientras el miedo se retrae a lo más hondo.
¿Y por qué no lo mostraba? Por temor. El propio miedo teme por sí mismo, ya que revelándose es incapaz de defenderse. Y cualquiera puede hacerlo añicos, a él o a su portadora. )
Quizás estaba asustada, digo. De ser como era en realidad, con sus fallos y debilidades, salirse de la imagen que supuestamente yo me había creado de ella y que hacía que la quisiera como no había querido a nadie nunca. Le horrorizaba pensar que yo pudiera verla débil o distinta. Y que la despreciase por ello.
Así que impostaba. Fingía, se reprimía. Y eso la quemaba poco a poco, la desgastaba y le hacía anhelar irse de aquí para irse a otro lugar y empezar de cero. Y yo no supe verlo ni cambiarlo.
Supongo que hizo bien al marcharse y empezar otra vez, siendo lo que quería ser. Lamenté su partida, lamento sus errores, al igual que lamento los míos. Pero nuestro amigo el tiempo, el que nos marcó la última cuenta atrás, ha acabado poniendo las cosas como debe ponerlas, cada uno en su lugar. Y felices.
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