Abrir la puerta trajo una corriente de
aire que no se sentía desde hacía años bajo esos techos. Un
remolino de hojas secas se adentró por el pasillo de la casa y tan
rápido como empezó volvió el silencio. Silencio expectante, de la
calma rota, no ya el silencio de la mortaja del abandono.
Los pasos crujían sobre la olvidada
tablas de la casa. Aún podía oír la música, antiguas maderas y
cuerdas. Las ventanas, abiertas; las bisagras, trabadas. Los
ratoncitos que aguardaban corrían ahora a esconderse en sus
agujeros.
En el salón depositó el estuche en el
suelo y extrajo su compañera del alma. Avanzando hacia el balcón,
contemplaba las pinturas y fotografías cubiertas de polvo de las
personas que dejó con una promesa.
Ya sentado sobre la barandilla, observa
el pueblo al que prometió volver. No quedó
nadie para esperarle, tardó demasiado. No había amigos con los que
improvisar ni chicas a las que inventarles melodías. Aún así,
comenzó a deslizar el arco por las cuerdas. Dejaría una última
impronta en las calles de piedra y casas de tejas rojas, un trocito
de sí mismo en el sitio al que pertenece, antes de regresar para
siempre a los aceros y cristales de su nuevo hogar.
Siendo esto el equivalente pictórico de pintar colores en un folio por el mero hecho de relajarse.
ResponderEliminarQué sequía de textos. A ver si nos ponemos las pilas. ¬¬¬¬¬¬¬¬¬¬
ResponderEliminar