lunes, 7 de marzo de 2011

Fiesta de blancos.

por José A. Pérez, guionista y autor de mimesacojea.com

El viernes ejercí de espía. Pasé varias horas pateando las calles, fumando y fingiendo hablar por teléfono con cara de pasaba por aquí. En realidad estaba rondando, junto a otros sabuesos amateurs, las puertas de varios garitos de Bilbao. Era parte de una acción de SOS Racismo que se desarrollaba simultáneamente en varias ciudades europeas. El objetivo: que periodistas y blogueros presenciáramos los atropellos racistas y xenófobos que tienen lugar en las puertas del ocio nocturno. Y los presenciamos. Vaya si los presenciamos.
La estrategia, igual en todas las ciudades, era como sigue. Dos chicos árabes, convocados de SOS Racismo, intentaban entrar en un local. Luego, dos negros. Luego, dos latinos. Por último, dos blancos. Mi labor como espía consistía en presenciar lo que allí sucediera para documentarlo y para ejercer, en su caso, como testigo. De los nueve bares que pusimos a prueba, los latinos consiguieron entrar en ocho. Los negros, en tres. Los árabes, solo en uno. Los blancos, por supuesto, pudieron entrar en todos sin el menor problema.

Resultó que cada portero tiene su librillo a la hora de mantener la pureza racial del local que custodia. En ocasiones es una fiesta privada, de ésas que permiten el acceso a cualquier blanco pero a ningún negro ni, mucho menos, a un árabe. Otras veces la realidad es mucho más explícita y un ni negros ni árabes resuelve cualquier posible malentendido.

Descubrimos locales donde solo negros y árabes pagan entrada. Son órdenes del jefe, se excusaba un portero. Si dejo pasar a uno, luego entra otro, y luego otro, se me llena el bar de árabes y los de aquí no entran. Tengo dinero, dijo nuestro gancho marroquí. Me da igual. Y márchate, que no quiero jaleo. El portero de uno de los bares era árabe, y en árabe se dirigió a nuestros ganchos para decirles: llevo una semana contratado. Si os dejo pasar, me voy a la calle.

Nuestros ganchos estaban repletos de historias que recordaban con risa triste en el camino de un bar a otro. Los brazos que aferran sus bolsos cuando se sientan en una terraza. Las dependientas de Zara y de Blanco pegadas a sus talones. La soledad del asiento de metro y autobús. La sospecha permanente. La mirada desconfiada. El moro y el mono y el extranjero.

Historias que cruzan España entera, de sur a norte, hasta detenerse en Bilbao donde, me dijeron, la vida es un poco menos hostil que en la meseta. ¿Es racista España?, pregunto a un marroquí que fuma a mi lado descansando entre una humillación y la siguiente. Aquí, me dice, hay gente mala y gente buena, igual que en Marruecos. Y aquí, igual que en Marruecos, hay más gente buena que mala. Pagan justos por pecadores, le digo, pero no me entiende.

Dentro hay una fiesta de la universidad, miente un portero, ¿tú sabes lo que es la universidad? Las hojas de reclamaciones, por favor. Uf, vete tú a saber dónde están, vosotros esperad aquí, ni se os ocurra entrar, ¿eh?
Voy a poner que me habéis llamado hijo de puta, dice el dueño de un bar a dos chicos árabes enarbolando las hojas de reclamaciones. Y los espías nos desvelamos, y el dueño se pone nervioso y no me toquéis los cojones. ¿A quién hay que hostiar?, balbucea un mulo borracho que no trabaja en el bar pero está dispuesto a pegar por él. Y mira a los árabes, y murmura algo, y el dueño le grita métete en el bar y no me jodas, que me buscas más problemas.

La noche es agotadora, sobre todo para nuestros ganchos, que desdramatizan de pura rutina. Ya estamos acostumbrados, se encogen de hombros, es lo de siempre. La tensión es tal que, sobre la marcha, decidimos que nueve bares son suficientes. Lo que se quería demostrar ya está demostrado. Hay racismo y xenofobia en la noche bilbaína, implícita y explícita, frontal y por la espalda. Así que decidimos celebrar el desastre tomando algo todos juntos, árabes, negros y blancos. Y lo conseguimos, previo pago de cinco euros por cabeza.

Deben de ser las cuatro de la mañana cuando el marroquí de la mirada triste se me acerca, copa en mano, y me dice: “Unos pocos malos y ya todos malos. Corazón se rompe.” Justos por pecadores, le digo. Y esta vez, creo, me entiende.

5 comentarios:

  1. Joder... deberían impartir cursos anti xenofobia obligatorios en los centros de educación y en los de trabajo. Pero claro, no interesa.
    Por mi parte, yo seguiré poniendo todo mi empeño en no tener prejuicios.

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  2. ¡Has encontrado a mi doppelganger! xD

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  3. El respeto y la tolerancia se enseña en casa.
    Si en el colegio te dicen que debes tratar a todo el mundo por igual, pero tu familia, tus amigos, etc, te inculcan otras ideas, te vas a pasar por el arco del triunfo lo que un profesor (al que seguramente tampoco respetes lo suficiente) te ha intentado enseñar. Y lo malo de esto es que si no se enseña pronto, ya no se enseña.

    Sí que es triste, sí. Muy triste.

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Di "amigo" y entra