No sé si lo he contado alguna vez, pero me encanta ver bebés. Se me nota y sé que es gracioso, porque se ve que se me queda una cara de tonto a veces bastante considerable cuando veo una cosa pequeña y regordeta dar dos pasos e irse de boca (vale, aquí hay cierto placer maligno en ver como rebota). O una criaturilla de ojos azules muy abiertos, como si las luces del metro fuera un espectáculo único en su corta vida. Y les hago muecas y tonterías y si consigo que se rían ya me han alegrado el viaje.
¿Por qué me gustan tanto? ¿Instinto paternal? No creo. Es... La apreciación de algo bonito y puro. Una persona que todavía no ha tenido tiempo de volverse compleja. No tiene voluntad, más allá de las emociones primarias, ni doblez ni falsedad. Quiere y está triste y llora y se ríe. Un sumidero perfecto en el que volcar todos los buenos sentimientos, porque los guardará o los reflejará hacia ti.
Alguien a quien, en definitiva, aún puedes querer y estar seguro de que en algún momento o en otro no lo masticará y te lo escupirá en la cara. Quizá haga eso con algún potito pero, en fin, nadie es perfecto.
¡Ah! Casi se me olvida lo que había venido a publicar antes de disgredir. Yo también tuve una época buena. Siempre riendo, siempre feliz. Me cuentan mis padres que hasta tirado en el sofá por la fiebre (me ponía enfermo bastante a menudo) no perdía la sonrisa.
Supongo que a todos nos acaban alcanzando algún día.
No tenemos los mismos recuerdos de la infancia... :)
ResponderEliminarA lo mejor lo que te mueve es la vulnerabilidad.