Acabo de imaginar
mi interior como una casa llena de habitaciones rotas y carcomidas.
Con ratoncitos corriendo de aquí para allá buscando cosas
brillantes y escondiéndolas en agujeros. Hay frases escritas con
tiza en la pared, corazones a medio dibujar y muchos tachones.
La verdad, no sé
por qué me resulta tan reconfortante o tan acertada esta imagen.
Quizá odio
pretender. Es mejor que sepan que mi interior no es bonito ni agradable, que hay
grietas por todas partes. Claroscuros, pasillos en penumbra y
habitaciones donde apenas se cuela un rayo de sol a través de las
tejas rotas.
Entonces algún día
llegará una pequeña vagabunda de pies ligeros que la verá tal y
como es y a pesar de todo querrá convertirla en su hogar. Aprenderá
los recovecos y las habitaciones, no tropezará con los muebles
rotos. Escribirá sus propias frases en las paredes, completará las
incompletas. Sin cambiar nada, la volverá cálida y acogedora, y los
pasillos no volverán a quedar en silencio, resonando con la brisa de sus pasos.
Mientras, hago lo
posible para que el polvo no se termine de posar.
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