Duele.
Con lo tranquilo que estaba y ahora... duele.
Con la irresponsabilidad emocional que te caracteriza, y yo que la recibí con gasolina. "No pasa nada por abrir un poco la puerta"... y entró un torrente de agua. De conversaciones, de fotos, de música. Y como no era lo bastante malo, te propuse bailar una. Y tú el resto de la noche. Te apoyaste, te lo dije, te reíste. Me mirabas y vi el amor. Mi intuición era real. No nos habías dejado ir. Mantuviste los recuerdos, las fotos, la música, la esperanza. Querías regresar.
Menos de una hora después, la otra cara de la irresponsabilidad. Cuando me hieren no basta con entender, validar, aceptar. Tampoco puedo cuestionar. Tengo que preguntar y ser curioso de a ver por qué me están hiriendo. Y al cabo de unas horas más, ya estaba, el mensaje otra vez, el regreso a la ausencia. "Tengo que irme, no estoy bien, pero no te vayas del todo". Eso y muchos reproches de regalo, claro. La culpa. El convencimiento de que lo podría haber hecho mejor, y por suerte el lobo blanco que me dice "no te castigues cuando das un 80%, por no haber dado el 100%... tú solo".
De lo que más me jode es que en tan poco tiempo aún me hiciste crecer un poco más. No sabrás nunca lo dispuesto que he estado a crecer y adaptarme para poder funcionar mejor contigo. Aún sin perderme a mí. Pero lo he aprendido este verano: no puedo dejarme caer, no puedo esperar siempre, no puedo tirar del vínculo yo solo. Me tengo que cuidar para poder estar por lo que importa de verdad y por mí. Y algún día, quizás.
Así que te vi el órdago y te acepté que te fueras, a pesar de tu oferta de ambigüedad, con mi lado sano que dió el golpe de timón a tiempo. Confirmé y reconfirmé con mi lado herido que no querías hacer equipo, no querías trabajar. Volvimos a hablar que cuando dejas ir una mano nunca puedes asegurar que podrás recogerla. Da igual. No estabas bien. Qué puedo decir. Que duele, supongo.
Seguimos aprendiendo las lecciones básicas. Uno no reconecta con amores perdidos.
Tropezadita y pa'lante.
