Comencé el año del blog con una apuesta perdida y un reto como prenda: 12 textos para 12 meses. A tres cuartas partes del final tuve una decepción, una de las pocas que quedaban por desembalar, y decidí abandonar el reto. Podrías haber seguido por ti, dice el tópico buenrollero. Podría, pero no quise, porque una de las cosas que he reforzado este año es que solo cabe un árbitro de mi moral: yo. No más concesiones al hacer lo que se supone que tienes que hacer (demasiadas más veces de lo que realmente debes).
Además, hubo un segundo motivo. Creo que los textos han contribuido a realimentar la locura. Cartucho tras cartucho, historia loca tras historia loca, breve, fugaz, intensa, explosiva, surgiendo en lo más alto de una delusión que alimentaba escribiendo, para darme cuenta al cabo de unas semanas que todo había sido otro cuento más que me había contado a mí mismo y por desgracia a veces también a otras personas. Y quise cambiar y cambié. No más textos idealizadores ni cuentos de hadas. El suelo es menos bonito pero más real. Y siempre puedes saltar.
Me queda mínimo un texto más, pero esta vez será real, sobre una persona real y no sobre un producto de demasiados pájaros en el pecho.
En otro orden de cosas, soy feliz. De verdad.