viernes, 11 de julio de 2014

23:14

No sé de qué parte me enamoré, si de la real bajo la fachada o si de la simulada por conveniencia. Me niego a creer que ambas fueran reales, pues no me cabe que pueda coexistir en la misma persona la ternura incontenida por el otro y el egoismo salvaje por encima de cualquier otra cosa.

Pienso que me quedé la parte real, pienso que fue cierto. Pienso que ella lo sabe, que a partir de ahora todo será conformarse con esa libertad. Porque eso es lo que parece, ¿no? El hacer lo que uno quiere a cada momento, sin límites. Ahora bien, ¿no se supone que tener libertad es poder hacer lo que uno realmente desea? Si eres esclavo de tus instintos y de las convenciones del carpe diem, y eso te acaba privando de lo que realmente esperas ¿no eres igual de preso? Para mí, "libertad" es poder conseguir lo que realmente quiero, aunque para ello tenga que sacrificar y restringirme en algunos momentos.

El dolor por dolor es evitable. Cuando sólo queda rencor puro, o rabia, asco, decepción. Si sólo queda aquello que hizo perder la voz de niño de la que habla el poema. Si todo es negativo puedes hacer una bola y arrinconarla en la consciencia, haciéndola pequeñita hasta que desaparezca. Tardes más o tardes menos. El problema es si hay un tinte de ternura en todo eso. Si todavía tienes algo de sincronía con eso que pretendes eliminar. No puedes.

Queda una solución relativamente clara: dividir la persona y atesorar el recuerdo. Ese recuerdo no te puede hacer daño en tanto que la otra persona siga esa nueva senda de emociones y liberadas experiencias. Si consigues comprender que la persona que quieres, que querías, ya no existe, y ha sido reemplazada por esa criatura que no entiendes, el camino hacia la recomposición queda mucho más despejado y esa persona comienza a no estar en tus noches. Eso sí, cuidado con la maldita ternura. Es la mala de toda esta historia.

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